Una Postura Ética en torno a las Secuelas de la Globalización:

Lic. Neustander M. Espinosa C.

La globalización es considerada por algunos expertos en el tema como una fuerza nefasta. Por ejemplo, Andrés Merejo (2011), en su artículo “Zygmunt Bauman: La indignación termine evaporándose”, señala que el origen de todos los graves problemas de la crisis actual tiene su principal causa en “la disociación entre las escalas de la economía y de la política”. Las fuerzas económicas son globales y los poderes políticos, nacionales. “Esta descompensación que arrasa las leyes y referencias locales convierte la creciente globalización en una fuerza nefasta. De ahí, efectivamente, que los políticos aparezcan como marionetas o como incompetentes, cuando no corruptos”. Similarmente, Jesús Conill (2000) en “Globalización y Ética Económica” apunta que “en un mundo globalizado el egoísmo es nefasto, como lo son los vulgares nepotismos y amiguismos, la defensa injusta de “los míos”, “los nuestros”, sea en la política, sea en la economía, en la universidad o en el hospital. Ante retos universales no cabe sino la respuesta de una actitud ética universalista, que tiene por horizonte para la toma de decisiones el bien universal, aunque sea preciso construirlo desde el bien local”.

La globalización de la economía, de los mercados, ha acabado con los países “emergentes”. Hasta ahora los líderes nacionales y las instituciones de dichos estados, permanecen doblegados a esta triste realidad como consecuencia de la volatilidad del dinero, de las crisis socioeconómicas particulares y de las imposiciones externas de las grandes corporaciones, de un pequeño grupo que aún se cree con el designio de dirigir al mundo. Estas fuerzas globales nefastas imponen sus leyes, sus reglas de relaciones comerciales bajo una competencia desleal donde las empresas de los países pobres, tales como los de América Latina, África y una gran parte de Asia, son totalmente aplastadas. Y es como bien señala Joseph E. Stiglitz (2007) en “El malestar en la globalización”: La creciente división entre los poseedores y los desposeídos ha dejado a una masa creciente en el Tercer Mundo sumida en la más abyecta pobreza y viviendo con menos de un dólar por día. A pesar de los repetidos compromisos sobre la mitigación de la pobreza en la última década del siglo XX, el número de pobres ha aumentado en casi cien millones. Esto sucedió al mismo tiempo que la renta mundial total aumentaba en promedio un 2,5 por ciento anual.

Es por eso que Ignacio Ramonet (2011) en “Generación sin futuro” enumera como daños del proceso globalizador los siguientes aspectos: brutalización de los pueblos, humillación a los ciudadanos, despojo de futuro a los jóvenes, crisis financiera, privatización de los servicios públicos y suicidio de una sociedad. Y en consecuencia, estos son los que obligan a una postura ética en torno a dichas secuelas de la globalización tal y como lo plantea Conill: universalista, para la toma de decisiones para el bien global. Y no estamos lejos de ver esa realidad; aunque es correcto entender que se está viviendo en estos momentos una transición, como señala Bauman (citado por Merejo) en cuanto al movimiento de los indignados.

El movimiento de los indignados también tiende a la globalización. Las protestas en contra del sistema socioeconómico actual están a la orden del día en todas partes del globo terráqueo. Y aunque tienen sus diferencias, la mayoría de sus reclamos son similares; en especial el cansancio de los actuales mercados globales, principales responsables del empeoramiento del mundo. Estas manifestaciones, señala Merejo (2011, “Zygmunt Bauman: la indignación termine evaporándose”), son masivas, públicas y heterogéneas; que en palabras de Ramonet (2011, “Generación sin futuro”), es una verdadera epidemia de indignación.

Entre las secuelas de la globalización, que Ramonet denomina “empeoramiento del mundo” y lo define diciendo: “El mundo ha ido a peor. Las esperanzas se han desvanecido. Por vez primera desde hace un siglo, en Europa, las nuevas generaciones tendrán un nivel de vida inferior al de sus padres”. Y que Merejo (2011, “Los norteamericanos en la era del cibermundo”) enmarca como “pérdida del orgullo norteamericano”, están: derrumbe de las torres gemelas, agrietamiento del pentágono, desgaste de la ocupación iraquí, caída de Wall Street, llegada de un presidente negro, el miedo, el estrés, la cultura de la pobreza, turbulencia de los mercados y panorama de incertidumbre. A lo que Stiglitz añade: programas de austeridad impuestos, préstamos de ajuste estructural, colapso de la moneda en un mercado emergente, pobreza sin precedentes, los altos precios y los costosos subsidios. Y por último, el punto más de moda: la especulación financiera.

Es por todo este panorama que el mismo Ramonet enfatiza que en vez de reaccionar, los gobiernos, espantados por los recientes derrumbes de las bolsas, insisten en querer a toda costa satisfacer a los mercados. Cuando lo que tendrían que hacer, y de una vez, es desarmar a los mercados. Obligarles a que se sometan a una reglamentación estricta. ¿Hasta cuándo se puede seguir aceptando que la especulación financiera imponga sus criterios a la representación política? ¿Qué sentido tiene la democracia? ¿Para qué sirve el voto de los ciudadanos si resulta que, a fin de cuentas, mandan los mercados?

No hay suficiente decisión ni voluntad política para tomar tales acciones. De ahí la necesidad de los grupos de indignados por todo el mundo. Son estos quienes están marcando las pautas para realizar estos reclamos en procura de promover un cambio de rumbo en las relaciones socioeconómicas y de poder. Y aunque tienen sus deficiencias y sea un movimiento transitorio, ya en todas partes, se están realizando iniciativas tendentes al cambio; que como señala Merejo (2011, “Zygmunt Bauman: la indignación termine evaporándose”): democracia real, reducción de injusticias, mejoría de equidad en el capital globalizado y construcción de otra clase de organización.

Este panorama obliga a hacer un llamado a la consideración de una postura ética en torno a las secuelas de la globalización, ya mencionadas anteriormente. A lo que la opinión de Conill al respecto es digna de consideración: una ética convencida de que las innovaciones deben convertirse en oportunidades de progreso para todos, y de que para eso hemos de hacernos cargo de la realidad que vivimos, cargando con ella y encargándonos responsablemente de ella. Y responsabilizarse significa, en nuestro caso, abandonar discursos catastrofistas, acoger lo nuevo y orientarlo hacia metas tan antiguas ya, pero no estrenadas, como la realización de mayor libertad, justicia y solidaridad. Para eso será necesario asumir globalmente los problemas que globalmente se presentan, abandonando, por retrógrados tanto el catastrofismo como el egoísmo oportunista.

La globalización no tiene retroceso, está ahí. Cada uno tiene que jugar su rol, asumir una postura (especialmente ética) ante la situación imperante hasta ahora. Los indignados, con sus aciertos y desaciertos, iniciaron el camino. Ahora toca a los políticos, a los pensadores, a los líderes, a los ciudadanos de todo el mundo decidirse al logro de la transformación de la crisis. Este es el mundo globalizado (para muchos la “aldea global”; para otros, “jungla global”) que obliga a la aplicación de una relación equitativa en beneficio de la universalidad. Esta situación catastrofista, si se quiere, anticipa el panorama final antesala del cumplimiento bíblico del apocalipsis y demás profecías. Sólo en Dios está la esperanza, incluso la aplicación de la mejor ética posible.